El chico se llamaba Pedro, aunque casi todo el mundo lo conocía como Perico, y aquella mañana lo habían largado de su trabajo. Un buen trabajo, solía decirse a sí mismo. Disponía de una mesa sólo para él, e incluso habían escrito su nombre en la página web de aquella empresa de publicidad donde se aplicaba en hacer las cosas lo mejor que sabía. Claro que el sueldo no era muy allá, claro que a veces venía Ricardo, el jefe de sección, y le seguía llamando “eh, tú” sin más inquietud. Pero eso eran cosas normales, pensaba. No, no le gustaba nada que Ricardo no se acordara de su nombre - ¿tan difícil era de veras?- En fin; no quería darle mayor importancia.
Ricardo era un treintañero cejijunto y casi calvo. Solía llevar camisas de cuadros desabotonadas hasta el ridículo y pantalones de pinza horrorosamente ceñidos. Vaya jefe. Todo en él daba un poco de pena: su aspecto, su vida (de la que poco sabía, quizás porque no tenía muchas cosas que hacer salvo ver la tele y aprovechar las ofertas en los supermercados). Todo daba pena excepto su voz, una voz grave y bien timbrada que pronunciaba las palabras con musicalidad, vocalizando como un profesor de teatro.
Aquella mañana, Ricardo pasó a la oficina, alzó la mirada y buscó entre los empleados hasta localizar a Perico. Avanzó hacia el final de la sala tratando de comportarse como si nadie hubiera advertido allí su presencia. Entonces se inclinó y, susurrando, le dijo: “perdona Pedro, ¿puedes venir un momento a hablar?”
De camino para su despacho, Perico seguía de cerca a su jefe con las manos en los bolsillos. No estaba seguro de si eso era lo correcto o no, esa postura, quiero decir, pero él no conocía otra forma de parecer respetuoso, y por eso no las sacó en ningún momento. Algunos compañeros le miraron para después cerrar los ojos y levantar las cejas al mismo tiempo. Probablemente alguno de ellos suspirara. Sabían que algo estaba sucediendo.
Ricardo esperó en la puerta a que el muchacho entrara y finalmente la cerró después de dedicarles una mirada de “cuidado, estoy aquí” al resto de empleados. Todo aquello era extraño aunque, al mismo tiempo, ya se lo había imaginado varias veces, pensaba Perico. Era la primera vez que aquel cretino cejijunto lo había llamado por su nombre.
- Bien Pedro – comenzó Ricardo- , las cosas últimamente están yendo francamente mal, bla bla bla....
No siguió prestando demasiada atención. A veces sería mucho más sencillo ir directamente al grano. La mesa del jefe era considerablemente más grande que las del resto y, sin embargo, apenas tenía un papel sobre ella. Un marco de madera ovalado y de color negro brillante destacaba notoriamente bajo la iluminación artificial del cuarto. En la foto aparecía un matrimonio mayor con gesto sonriente: la mujer con el brazo echado sobre el hombro del marido y éste saludando despreocupadamente con la mano a la cámara. No podía ser que aquellos fueran los padres del cejijunto. Vaya cosa habéis traído al mundo, zoquetes, se dijo Perico.
Salió a la calle algo descolocado aunque con una clara sensación de alivio. Al menos le habían dado una pequeña indemnización. Claro que no era para montar un espectáculo de pirotecnia, oh no, no era una gran cantidad. Sin embargo, ese dinero le venía como una buena bombona de oxígeno cuando se bucea en un lodazal –pensó en broma-. Ahora disponía de tiempo para ver qué hacer con su vida.
Hacía ya varios meses que no había pasado una mañana de día laborable en casa. Fregó los cacharros de la cocina, puso una lavadora y se sentó a mirar un viejo álbum de fotos. ¿Cómo es posible que ese cochino cejijunto tenga unos padres que se atrevan a sonreír?, pensaba Perico. Lo cierto es que no conseguía quitarse esa idea de la cabeza, y eso le daba rabia; no quería perder ni uno sólo de sus minutos de hombre libre pensando ahora en ese capullo.
Revisó las fotos de familia. Los padres de Perico raramente aparecían juntos en alguna. Y cuando lo hacían, se trataba de uno de esos retratos forzados, ya se sabe, en el banquete de una boda, o algo por el estilo. Nada interesante. Todo el mundo con traje y corbata, con vestidos ostentosos, posando, fingiendo quizás. Los rostros de los primeros planos excesivamente iluminados, quemados por el flash de algún primo inexperto. ¿Sonrisas? Sí, las había, pero no del mismo tipo. No eran las risitas sencillas y espontáneas de aquel matrimonio mayor del marco ovalado. Mierda, otra vez los padres de aquel imbécil, se lamentó Perico.
Buscó un disco que siempre le había gustado. Le había venido a la cabeza una frase de imprevisto, aquella que decía: “Oh, that magic feeling, nowhere to go”. Sí, ésta era la canción que necesitaba escuchar. Subió el volumen un poco y se dispuso a sacar la ropa de la lavadora para tenderla en el balcón. El sol brillaba con fuerza y tenía toda la mañana libre para hacer lo que quisiera.
Desde la ventana observó a la gente mientras tarareaba las partes que aún recordaba de memoria. Todo el mundo caminaba con prisa. “Oh, that magic feeling...”. Los coches permanecían detenidos formando una fila que ocupaba casi la totalidad de la calle. Uno de esos coches carísimos que conduce un señor apuesto y elegante en los anuncios de televisión estaba estacionado en doble fila. Tenía las luces de emergencia y obstaculizaba el paso. Serían las doce del mediodía. Debían de estar todos impacientes, deseando largarse cuanto antes a donde quiera que tuvieran que ir. El primer claxon sonó desde lejos. Vaya, pensó Perico, parece que las cosas se ponen feas. Después sonó uno muy cerca, y otro más. Y al minuto, la situación se hizo insoportable. Perico subió el volumen hasta el máximo y cerró las ventanas. Joder, ¿tan difícil era poder escuchar una buena canción en paz? El ruido en el exterior no cesaba. Ya está bien, se dijo encolerizado, y se dirigió a la cocina. Abrió la puerta del frigo y cogió una caja de huevos casi entera. La canción ya había terminado, pero volvió a hacerla sonar. Es un piano hablando solo –se rió irónicamente-. Cómo le gustaba el comienzo, cómo le gustaba aquel piano. Abrió la ventana de nuevo y vio cómo algunos de los conductores alzaban los brazos enfadados de pié junto a sus coches. Al caballero apuesto y elegante le importaba poco tener a toda esa gente esperando. Perico meneaba la cabeza mientras preparaba la caja. Tampoco se le habría pasado por la cabeza su despido, su mañana libre, su canción.
Cogió uno de los huevos, apuntó guiñando un ojo y contó: uno, dos y tres. Acertó de lleno. Los pitidos dejaron de escucharse de repente. Mejor, ahora podría hacerlo siguiendo el ritmo. “Oh, that magic feeling...”.
Uno, dos y tres. Y volvió a acertar.