domingo, 15 de noviembre de 2009

S U B M U N D O

Odio esta jodida ciudad. Las calles atestadas de coches, la nausea del bullicio, el griterío; El ritmo frenético de la vida cotidiana nos está volviendo cada vez más inhumanos aquí... ¡sí!, toda esa gente corriendo como tarados y, ¿cómo no mencionarlo?, el eterno fogonazo insufrible de claxon, ese que hace que niños y abuelos se estremezcan y se tapen instintivamente los oídos. Da gusto dejar todo eso atrás, os lo aseguro; yo he tenido bastante suerte, y ahora sé que me basta con saber el camino que conduce hasta este rincón olvidado de la ciudad: el único lugar donde uno puede sentirse verdaderamente bien.

¿Quieres escuchar algo increíble? Esas son las palabras de Dani al abrir la puerta. En realidad, no tiene nada que contar; es su chiste de siempre. ¿Cómo es posible que tenga tantas canas, tan joven?, me digo, ese flequillo parece un cepillo rescatado del cenicero. Impresiona ver cómo desenfunda su guitarra en cuestión de segundos, parece un truco de magia. La afina de oído, la acaricia lentamente, se nota que le tiene un aprecio especial.
- ¿Todavía no han llegado el resto? – pregunta mecánicamente concentrado en su tarea-.

No es necesario contestarle. Él, ahora, no me escucha aunque parezca que asiente con la cabeza. Yo siempre recojo alguna lata de cerveza que ha quedado del último día, enciendo los aparatos, compruebo las conexiones y releo una vez más las letras. Me seduce el zumbido premonitorio de los amplificadores como aguardando a estallar de un momento a otro. Son como leones agazapados entre los arbustos –me río-. Cuando pulso el botón de encendido, las lucecitas verdes y rojas parpadean levemente, parece que me hacen un guiño de complicidad. Muy pronto vamos a hacer que gritéis, pequeños –me digo-. Muy pronto vamos, por fin, a pasárnoslo bien.
Para llegar hasta donde estamos es necesario descender, al menos, diez metros bajo tierra. Uno no diría que, detrás de una puerta cualquiera en una callejuela del centro, existe un pasillo angosto y mal iluminado que baja y baja hasta perderse en el subsuelo. Los locales de ensayo, ¿cómo es posible que haya podido vivir todos estos años sin ellos? Nadie lo ha hecho todavía pero ya he pensado varias veces en escribir la palabra submundo en esa puerta.

Sí, esto es un auténtico submundo. El tiempo pasa deprisa aquí. Es curioso el extraño ajetreo, las voces apagadas que se escuchan esporádicamente detrás de los gruesos muros cubiertos con corchos y cartones de huevos. Yo siempre soy de los primeros en llegar. Somos muchos. Nunca he contado el número de puertas que hay a lo largo de este pasillo que se hunde cada vez más y más hasta perderse en la penumbra insondable. No sé, ¿Por qué iba a hacerlo? Poco a poco voy reconociendo las caras, el aspecto peculiar de esta gente que parece que está constantemente huyendo de algo.

De vez en cuando, sobre todo a primera hora de la tarde, asusta el repentino acorde de una guitarra distorsionada. Al principio no pasaba de eso: un mero sobresalto. Pero con el tiempo uno aprende a leer entre líneas. Si se escucha detenidamente hay mucho que desentrañar en estos sonidos que se manifiestan desde las profundidades. ¿Cómo explicaros a los que nunca habéis estado allí? ¿Alguna vez habéis escuchado a un bebé rabioso llorar a pleno pulmón? ¿Os habéis fijado en su risa transparente cuando todavía no saben ni hablar? Bien, pues entonces podréis entender más o menos a lo que me refiero.

- ¿Quieres escuchar algo realmente increíble? – insiste Dani, en pie con las piernas separadas, la guitarra ya afinada colgando de la bandolera que le cae desde el hombro izquierdo. - Ayer estuve toda la tarde con esto. Tío, no veas cómo mola.

Dani, tras desentumecerse los dedos, empieza a rasgar las cuerdas con decisión. Es obvio que ha estado tocando mucho. Con los ojos cerrados, sigue asintiendo como antes, moviendo la cabeza repetitivamente de atrás hacia adelante: sí, sí y sí –parece decirme-. Y su flequillo de ceniza se mueve hipnótico acompasado con el ritmo. Es verdad, mola bastante, me convenzo.

Abro una cerveza. La espuma empieza a subir como la marea y yo le doy un largo trago para evitar que se salga. La canción seduce como una puesta de sol. Es colorida, tiene algunas frases que se repiten, pero constantemente aparecen salidas insospechadas, ráfagas de notas que me desconciertan. No entiendo por qué, pero no puedo parar de sonreír como un idiota. El sonido de la guitarra es bastante limpio. Sin embargo, hay un sutil eco que hace su trabajo y transforma vagamente la atmósfera. Podría decirse que contribuye a magnificar el efecto evocador de esta dichosa canción.

Hace unos días, cuando llegaba a primera hora de la tarde como siempre, oí cómo unos chicos discutían en uno de los locales próximos.

- Es insoportable –una voz grave hablaba-. Ese tío es insoportable. Viene aquí y empieza a aporrear la batería a todas horas. Así no vamos a ninguna parte.
- Vamos hombre, sabes que está empezando –contestó otra voz de chica, como afligida-. Tiene muchas ganas de echarnos una mano.
- ¿Echarnos una mano? – gritó-. ¡Pero si no sabe ni cómo agarrar las baquetas! El otro día estuvo a punto de partirse él mismo las gafas en una de sus demostraciones.

Hubo un silencio. Desde el pasillo únicamente se veía la luz que salía desde aquel local. Siguieron hablando aunque en un tono mucho más bajo. Ya estaba yo a punto de entrar al nuestro, con las llaves en la mano, cuando vi que se acercaba un chico que caminaba alegremente con una gran caja plana que, desde lejos, llegué a pensar que podría ser un tablero. Sonreía despreocupadamente. Al pasar a mi lado me saludó efusivamente y miró de reojo hacia el interior donde teníamos los instrumentos. Tenía la cara llena de acné aunque yo no diría que se trataba de un adolescente. Sus gafas de pasta eran grandes y muy bonitas, algo anticuadas, pero bonitas.

Eran unos platos de batería nuevos. La enorme caja que transportaba era de una conocida marca, no me costó trabajo darme cuenta. Estaba todavía con el precinto intacto. Cabrones – me dije-, y fingí que marcaba un número con mi móvil, sin entrar todavía, para ver qué ocurría. Pero aquella puerta se cerró y todo quedó completamente a oscuras. Gafas bonitas se enfrentaba a una violenta situación.

Dani se desliza por el mástil como si estuviera haciendo dibujos en el agua con los dedos. Ha dejado su ensimismamiento y, ahora, de vez en cuando me mira y arquea las cejas. Esa guitarra debe ser muy cara; suena tan bien. Él lo sabe y sin embargo busca en mis ojos una señal de aprobación. El ritmo va poco a poco flojeando. Al final, las notas parecen huérfanas, la canción está a punto de terminar y termina. Y el sonido todavía reverbera unos segundos antes de desvanecerse. Son las paredes, que suspiran –fantaseo-.
- ¿Qué? –Dani chasquea la lengua-.¿Qué te parece?

Aplaudí en broma. Me acerqué a él y le di una palmadita en el hombro. Con este gesto todo quedaba dicho. Él me conoce y sabe que nunca le diría que es el mejor guitarrista del mundo, aunque prometo que más de una vez lo he pensado.


Creo que aquel día me senté por primera vez en la batería. El pedal del bombo fue lo que más me gustó. Me resultó impresionante descubrir cómo todo temblaba entre las cuatro paredes cada vez que
-¡¡pumm!!- lo pisaba.
- ¿Qué te parece a ti esto?- intenté torpemente un redoble y le miré finalmente haciendo una mueca chistosa-

Él se encogió de hombros, me devolvió caritativamente una sonrisa sin entender muy bien qué estaba pasando y dijo: grande, muy grande.

Desde entonces, cada vez que puedo, me siento e improviso cualquier cosa. Sobre todo a primera hora de la tarde, cuando todavía no han llegado los chicos. En estas ocasiones nunca cierro nuestra puerta. Sé muy bien que no es muy considerado por mi parte, que puede resultar molesto para el resto de grupos de música, pero algo desde muy dentro me dice: no lo hagas, no cierres la maldita puerta, y yo, obedezco. Me gustan esos redobles que hago, los ritmos que he aprendido a enlazar, los contratiempos. Confieso que a menudo me río solo. Pienso: ¿adónde irán todos estos golpes? Y me sigue fascinando ver cómo retumban los corchos, los cartones de huevos sobre las paredes y las latas vacías de cerveza. Sí, entonces imagino el pasillo en penumbra y el estruendo de platos y bombos saliendo desde este lugar, recorriendo el largo y oscuro pasillo, llegando a cada rincón, alcanzando incluso la misma puerta de la entrada. A veces me paso de la raya con el volumen y temo que se pueda escuchar desde la calle. Menos mal que no lo hice, escribir en la puerta aquella estúpida palabra: submundo. No quiero ni pensar en qué pasaría si todo esto se empezara a llenar de preguntones. Los transeúntes oirían el ruido de mi batería y, al leer el mensaje de la puerta, tratarían de curiosear. Sería el final: un auténtico desastre.

Lo vi sentado en la parada del autobús que yo mismo tenía que tomar hasta casa. Dani y los chicos siempre se despiden de mí antes porque ellos pueden caminar tranquilamente hasta las suyas, que están a unas pocas manzanas. Vi sus gafas y no tardé en reconocerlo. Su gesto sombrío contrastaba con la imagen que recordaba de él caminando alegremente. Dudé unos instantes y pensé en volverme a casa paseando yo también aquel día. Algo me dijo que a ese pobre ya lo habían largado del grupo. Pensaréis que es una tontería, pero ese mismo algo me dijo además que no me convenía acercarme a él. Pero era tarde y estaba cansado ¿qué narices estoy evitando? –me dije-. Desde cerca, me llamaron la atención sus orejas que eran exageradamente grandes. Me imaginé que eran las orejas de un elefante. Las manchas rojizas del acné sobre su tez pálida parecían el resultado de una tortura atroz. Sentí pena y me culpé por ello. ¿Que por qué? Pues porque yo detesto que la gente se compadezca de mí; así de sencillo.

También él se acordaba de mí. No sé quién fue el primero en hablar. Quizás yo. Una amenaza de lluvia pesaba sobre el cielo plomizo que mirábamos esporádicamente. Por supuesto, ese fue el primer tema de conversación. No quise preguntarle por su grupo. Sí que le conté que nosotros llevábamos poco tiempo ensayando.

- Pásate un día, si quieres – sugerí sin convicción-. A lo mejor puedes enseñarme algo nuevo.

Se quitó elegantemente las gafas, que parecían empañadas por la humedad. Sus ojos eran color avellana e intimidaban un poco cuando se observaban fijamente.

- No creo que vuelva a ir por allí –dijo secamente-. Si te interesa, puedo venderte unos platos. También tengo un buen pedal para el bombo si lo necesitas. Tengo que pensarlo, pero no creo que te salga por mucho dinero.
- No sé. Yo también tendré que pensarlo. ¿Y eso? –me arrepentí de pronunciar esas palabras-.
- Una larga historia –afortunadamente trató de ser evasivo -.

Mi autobús apareció con las primeras gotas de lluvia. Me despedí de él con la mano desde el interior, apoyado contra el cristal frío. Oí que alguien decía: ¡vaya lluvia en un momento! Y era verdad. Mientras nos alejábamos caía gradualmente con más fuerza. Aquel muchacho de las gafas seguía sentado en la parada. Esto es una película de Isabel Coixet –me burlé-. Y su silueta y el banco donde estaba se fueron haciendo cada vez más y más pequeños. Y giramos a la izquierda y desapareció.

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