sábado, 7 de noviembre de 2009

l e c c i ó n

Llegué bastante antes de la hora acordada. Era la primera vez que la vería pero intuí, por su voz, que sería una niñita de unos quince como mucho. Juillet; su nombre era un chiste pronunciado allí, entonces, viendo las hojas secas caer de las copas en aquella ciudad extraña, enfundándome en la capucha de un abrigo enorme, resguardándome de unas lluvias tan habituales, tan presentes siempre, que le hacían a uno asumir el gris como el color propio de la existencia. Juillet; la pobre tuvo que insistir mucho los días previos para conseguir que le contestara el teléfono. Por aquel entonces yo siempre andaba muy ocupado con un millón de asuntos burocráticos que poner al día. Cualquiera que haya pasado una temporada en Francia sabrá perfectamente a lo que me refiero. La cola para conseguir un certificado, la cola para el carné de la biblioteca, o la del carné del comedor, la cola por aquí y la cola por allá. Colas, amables y civilizadas colas hasta para sacar dinero en los bancos. El caso es que era rara la ocasión en que no me encontraba indispuesto, y siempre olvidaba el teléfono en silencio, en el fondo de una mochila de extranjero recién llegado cargada de trastos: mapas, planos, documentación, cualquier revista para entretenerme en las habituales esperas, un diccionario triste y algo del super que me pudiera curar el hambre ocasionalmente.


Cuando por fin escuché el zumbido del teléfono, echado en un sofá viejo y raído que protagonizaba solitariamente la decoración de mi cuartucho barato, aún tarde un rato en resolverme a contestar, tal era mi abatimiento. Había olvidado por completo el anuncio en la facultad de letras, aquel papelucho pintarrajeado en el que me ofrecía para enseñar gramática a estudiantes de español. Lo primero que me preguntó con su voz dulce y resuelta fue cuánto le cobraría por las clases. Uff, qué alivio – pensé al escucharla-, al menos no tendremos que estar hablando todo el tiempo en francés. Me salió espontáneo un “no te preocupes, la primera vez me invitas a un café y ya está” que la sorprendió; después de un silencio que sirvió para magnificar los ruiditos eléctricos del teléfono, ella dijo “de acuerdo” secamente, como a quien no le queda otra que aceptar algo que no sabe si realmente le conviene.


Después supe mejor del escepticismo natural de los alsacianos, de esa desconfianza tácita que los caracteriza. Pero entonces no le di más importancia. Será una niñita tímida –me convencí-. Quedamos en una placeta alejada del centro. Yo no sabía bien cómo encontrarla, así que me di mucho tiempo para no llegar tarde. Las calles en aquella ciudad eran un desierto a partir de las siete de la tarde. Nadie, absolutamente nadie. Yo ya me desenvolvía ágilmente con los mapas, así que no me costó trabajo descubrirla enterrada entre un montón de árboles descomunalmente altos. Apenas había un banco donde sentarse, pero claro, eran más de las siete y los que habían, estaban todos libres. Ojeé un libro de poemas de algún autor mediocre, no recuerdo quién. Las farolas despedían una luz tenue amarillenta que dejaba ver a duras penas un suelo de baldosines que se desdibujaba con las hojas caídas y algún indicio de vegetación revoltoso entre el asfalto. Ni siquiera el ruido lejano de un coche, quizás una bicicleta de vez en cuando llamaba vagamente mi atención. Hacía ya un rato que debían haber cerrado los comercios próximos, pero los neones melancólicos seguían recordándome que, a pesar de todo, la vida era posible allí. Aquello era el otoño en Francia.


Cuando apareció tan alta, tan presurosa, mirando nerviosamente el reloj y sonriendo aquella boca que parecía una salvación, no supe qué pensar. Le pregunté tontamente si era Juillet y ella serió ahora con algún motivo. Me estrechó la mano y, sin dejarme siquiera presentarme, sugirió que fuéramos a un café cercano donde podríamos charlar a gusto.


Al entrar al local, el camarero levantó las cejas y la miró con ojos achinados y juguetones mientras agitaba algo que podría ser un cocktel. No creo que llegara a saludarla pera parecía claro que la conocía. Ella se anticipaba a cada pregunta de cortesía; ya estaba retirando una silla, a punto de sentarse, cuando caía en la cuenta y me preguntaba si me parecía bien aquella mesa. Sus manos eran bastante masculinas pero trataba de disimularlo con unas uñas espantosamente violetas y algunas pulseras que parecían robadas a una señora mayor. Por lo demás, se podría decir que era bastante guapa. Le caían algunos bucles dorados por la frente hasta las mejillas que hicieron que me costara bastante descifrarle la mirada. Sus ojos oscuros parecían impropios de aquella carita tan pálida e inocente. Había algo de animal salvaje en ellos.


Para hacer algo de tiempo y pensar en algo que decir, me ofrecí para ir a pedir yo mismo a la barra.

  • ¿Un café? –vocalicé con lentitud. Todavía no estaba claro cómo se desenvolvía en castellano-.
  • Si vamos a hablar en tu lengua, prefiero un vino tinto – contestó decidida, como si ya hubiera pensado en esa manera de parecer ingeniosa-. Pide también unas pastas alsacianas. ¡Ya verás qué buenas!

El camarero parecía dedicado en cuerpo y alma al cocktel. No había mucha gente allí. “Vaya novedad” –pensé-. Un hombre mustio que a todas luces era el mismo hombre mustio que siempre está en todos los bares y cafeterías, acodado en la barra cerca del camarero, miraba a ningún sitio mientras encendía un cigarrillo con desgana. Las risas apagadas de un grupo de jóvenes harapientos en el fondo me hicieron formularme la primera de las preguntas que le haría a Juillet. ¿Qué hacen los estudiantes para pasárselo bien en esta ciudad?

Cuando volví con las copas tintineando, ella observaba la espesura de la noche a través del ventanal que tenía enfrente. Me pareció extraño que no se hubiera vuelto para saludar al camarero. No tuve tiempo de decir una palabra; de nuevo, ella se anticipó:

  • ¿Qué tienes ahí?- señaló el libro-.


Improvisé una respuesta porque aquel poemario era una verdadera basura.

  • Aprendo cómo no se debe escribir gracias a esto –bromeé-.


Ella estalló de nuevo en una carcajada que se contagiaba con facilidad. Debí resultarle gracioso porque aquella risa se repetía tanto que, por un momento, llegué a preguntarme si no habría algo más que risa en todo aquello. Habló mucho de su vida y en especial de cuando era una niña. Decía cosas del tipo: “me encantaba irme de excursión en la escuela” o “el mar mediterráneo es tan azul... ojalá no estuviera tan lejos”. Me contó también algo de un señor húngaro que llegó a Estrasburgo cuando todavía era un muchacho. Ese señor era su padre aunque, según pude entender, no tenía demasiada relación con él. De hecho, es probable que ni siquiera lo hubiera conocido. Mi memoria es así de imprecisa con algunas cosas. Sí que recuerdo que en un momento dado, ella cogió una de las pastas y me la acercó sin cuidado a la boca, espontáneamente. Me la tragué, torpe, de una sentada, casi de la misma forma que ella apuró la media copa de vino que le quedaba.

  • Tengo que irme-sentenció-. Esta noche tengo todavía un par de trabajos que terminar para la clase de mañana.


Debí parecer un perfecto bobalicón a juzgar por la cara que puso. Ya se abotonaba el abrigo, de pié, espléndida, cuando sacó de su monedero un billete entreteniéndose intencionadamente.

  • No te preocupes –me apresuré a decir-. Ya lo pago yo.


Con esas palabras supe recuperar el decoro. Juillet sonrió una vez más pero me pareció que, esta vez, aquella cosa tan suya que era su sonrisa no servía sino para compadecerse de mí. Salió del café caminando erguida y se perdió en la oscuridad que, momentos antes, ella había estado observando embelesada desde aquella misma mesa donde quedaba ahora una copa vacía y otra casi vacía. Todavía permanecí un rato solo, esperando no sé muy bien qué. Abrí el libro por una página cualquiera y miré el poema, las palabras, las letras. Vi un dibujo: el dibujo, la imagen que formaban aquellos caracteres meticulosamente impresos, aquellas manchas irregulares de tinta con un propósito que me parecía descabellado. Negro sobre el color hueso de las hojas. Qué absurdo – me sorprendí hablando en voz alta-.
Ella había dejado su billete de diez sobre la mesa. Pensé que era un dinero inmerecido pero, ¿qué podía hacer yo? Le pedí un cigarro al tipo mustio de la barra. No es costumbre pedir tabaco en Francia, pero a aquellas horas no sabía dónde podría comprar un paquete. En cualquier caso, tampoco pareció importarle. Traté de sonreírle al camarero para llamar su atención.

Por fin, vino y pagué.

2 comentarios:

cohete dijo...

Qué personaje tan intrigante! Y casi parece que te estoy viendo con tu abrigo de borreguillo (ese detalle tienes que incluírlo, le daría profundidad a tu personaje), sentado en la mesa parlando fransé. Sí, francia, la burocracia, las colas, las infinitas tonalidades de gris, las mujeres excéntricas, las hojas cayendo, el frio haciéndose grande cada día...

Qué bien escribes, además te veo entre tus líneas.

cohete dijo...

Por cierto, me resulta un poquito difícil leer el texto blanco sobre negro..Incluso quizá sería más fácil si fuera un blanco más grisaceo, para que no hiciera tanto contraste. Sólo una sugerencia...