miércoles, 25 de noviembre de 2009

You Never Give Me Your Money

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El chico se llamaba Pedro, aunque casi todo el mundo lo conocía como Perico, y aquella mañana lo habían largado de su trabajo. Un buen trabajo, solía decirse a sí mismo. Disponía de una mesa sólo para él, e incluso habían escrito su nombre en la página web de aquella empresa de publicidad donde se aplicaba en hacer las cosas lo mejor que sabía. Claro que el sueldo no era muy allá, claro que a veces venía Ricardo, el jefe de sección, y le seguía llamando “eh, tú” sin más inquietud. Pero eso eran cosas normales, pensaba. No, no le gustaba nada que Ricardo no se acordara de su nombre - ¿tan difícil era de veras?- En fin; no quería darle mayor importancia.

Ricardo era un treintañero cejijunto y casi calvo. Solía llevar camisas de cuadros desabotonadas hasta el ridículo y pantalones de pinza horrorosamente ceñidos. Vaya jefe. Todo en él daba un poco de pena: su aspecto, su vida (de la que poco sabía, quizás porque no tenía muchas cosas que hacer salvo ver la tele y aprovechar las ofertas en los supermercados). Todo daba pena excepto su voz, una voz grave y bien timbrada que pronunciaba las palabras con musicalidad, vocalizando como un profesor de teatro.

Aquella mañana, Ricardo pasó a la oficina, alzó la mirada y buscó entre los empleados hasta localizar a Perico. Avanzó hacia el final de la sala tratando de comportarse como si nadie hubiera advertido allí su presencia. Entonces se inclinó y, susurrando, le dijo: “perdona Pedro, ¿puedes venir un momento a hablar?”

De camino para su despacho, Perico seguía de cerca a su jefe con las manos en los bolsillos. No estaba seguro de si eso era lo correcto o no, esa postura, quiero decir, pero él no conocía otra forma de parecer respetuoso, y por eso no las sacó en ningún momento. Algunos compañeros le miraron para después cerrar los ojos y levantar las cejas al mismo tiempo. Probablemente alguno de ellos suspirara. Sabían que algo estaba sucediendo.

Ricardo esperó en la puerta a que el muchacho entrara y finalmente la cerró después de dedicarles una mirada de “cuidado, estoy aquí” al resto de empleados. Todo aquello era extraño aunque, al mismo tiempo, ya se lo había imaginado varias veces, pensaba Perico. Era la primera vez que aquel cretino cejijunto lo había llamado por su nombre.
- Bien Pedro – comenzó Ricardo- , las cosas últimamente están yendo francamente mal, bla bla bla....

No siguió prestando demasiada atención. A veces sería mucho más sencillo ir directamente al grano. La mesa del jefe era considerablemente más grande que las del resto y, sin embargo, apenas tenía un papel sobre ella. Un marco de madera ovalado y de color negro brillante destacaba notoriamente bajo la iluminación artificial del cuarto. En la foto aparecía un matrimonio mayor con gesto sonriente: la mujer con el brazo echado sobre el hombro del marido y éste saludando despreocupadamente con la mano a la cámara. No podía ser que aquellos fueran los padres del cejijunto. Vaya cosa habéis traído al mundo, zoquetes, se dijo Perico.

Salió a la calle algo descolocado aunque con una clara sensación de alivio. Al menos le habían dado una pequeña indemnización. Claro que no era para montar un espectáculo de pirotecnia, oh no, no era una gran cantidad. Sin embargo, ese dinero le venía como una buena bombona de oxígeno cuando se bucea en un lodazal –pensó en broma-. Ahora disponía de tiempo para ver qué hacer con su vida.

Hacía ya varios meses que no había pasado una mañana de día laborable en casa. Fregó los cacharros de la cocina, puso una lavadora y se sentó a mirar un viejo álbum de fotos. ¿Cómo es posible que ese cochino cejijunto tenga unos padres que se atrevan a sonreír?, pensaba Perico. Lo cierto es que no conseguía quitarse esa idea de la cabeza, y eso le daba rabia; no quería perder ni uno sólo de sus minutos de hombre libre pensando ahora en ese capullo.

Revisó las fotos de familia. Los padres de Perico raramente aparecían juntos en alguna. Y cuando lo hacían, se trataba de uno de esos retratos forzados, ya se sabe, en el banquete de una boda, o algo por el estilo. Nada interesante. Todo el mundo con traje y corbata, con vestidos ostentosos, posando, fingiendo quizás. Los rostros de los primeros planos excesivamente iluminados, quemados por el flash de algún primo inexperto. ¿Sonrisas? Sí, las había, pero no del mismo tipo. No eran las risitas sencillas y espontáneas de aquel matrimonio mayor del marco ovalado. Mierda, otra vez los padres de aquel imbécil, se lamentó Perico.

Buscó un disco que siempre le había gustado. Le había venido a la cabeza una frase de imprevisto, aquella que decía: “Oh, that magic feeling, nowhere to go”. Sí, ésta era la canción que necesitaba escuchar. Subió el volumen un poco y se dispuso a sacar la ropa de la lavadora para tenderla en el balcón. El sol brillaba con fuerza y tenía toda la mañana libre para hacer lo que quisiera.

Desde la ventana observó a la gente mientras tarareaba las partes que aún recordaba de memoria. Todo el mundo caminaba con prisa. “Oh, that magic feeling...”. Los coches permanecían detenidos formando una fila que ocupaba casi la totalidad de la calle. Uno de esos coches carísimos que conduce un señor apuesto y elegante en los anuncios de televisión estaba estacionado en doble fila. Tenía las luces de emergencia y obstaculizaba el paso. Serían las doce del mediodía. Debían de estar todos impacientes, deseando largarse cuanto antes a donde quiera que tuvieran que ir. El primer claxon sonó desde lejos. Vaya, pensó Perico, parece que las cosas se ponen feas. Después sonó uno muy cerca, y otro más. Y al minuto, la situación se hizo insoportable. Perico subió el volumen hasta el máximo y cerró las ventanas. Joder, ¿tan difícil era poder escuchar una buena canción en paz? El ruido en el exterior no cesaba. Ya está bien, se dijo encolerizado, y se dirigió a la cocina. Abrió la puerta del frigo y cogió una caja de huevos casi entera. La canción ya había terminado, pero volvió a hacerla sonar. Es un piano hablando solo –se rió irónicamente-. Cómo le gustaba el comienzo, cómo le gustaba aquel piano. Abrió la ventana de nuevo y vio cómo algunos de los conductores alzaban los brazos enfadados de pié junto a sus coches. Al caballero apuesto y elegante le importaba poco tener a toda esa gente esperando. Perico meneaba la cabeza mientras preparaba la caja. Tampoco se le habría pasado por la cabeza su despido, su mañana libre, su canción.

Cogió uno de los huevos, apuntó guiñando un ojo y contó: uno, dos y tres. Acertó de lleno. Los pitidos dejaron de escucharse de repente. Mejor, ahora podría hacerlo siguiendo el ritmo. “Oh, that magic feeling...”.

Uno, dos y tres. Y volvió a acertar.

domingo, 15 de noviembre de 2009

S U B M U N D O

Odio esta jodida ciudad. Las calles atestadas de coches, la nausea del bullicio, el griterío; El ritmo frenético de la vida cotidiana nos está volviendo cada vez más inhumanos aquí... ¡sí!, toda esa gente corriendo como tarados y, ¿cómo no mencionarlo?, el eterno fogonazo insufrible de claxon, ese que hace que niños y abuelos se estremezcan y se tapen instintivamente los oídos. Da gusto dejar todo eso atrás, os lo aseguro; yo he tenido bastante suerte, y ahora sé que me basta con saber el camino que conduce hasta este rincón olvidado de la ciudad: el único lugar donde uno puede sentirse verdaderamente bien.

¿Quieres escuchar algo increíble? Esas son las palabras de Dani al abrir la puerta. En realidad, no tiene nada que contar; es su chiste de siempre. ¿Cómo es posible que tenga tantas canas, tan joven?, me digo, ese flequillo parece un cepillo rescatado del cenicero. Impresiona ver cómo desenfunda su guitarra en cuestión de segundos, parece un truco de magia. La afina de oído, la acaricia lentamente, se nota que le tiene un aprecio especial.
- ¿Todavía no han llegado el resto? – pregunta mecánicamente concentrado en su tarea-.

No es necesario contestarle. Él, ahora, no me escucha aunque parezca que asiente con la cabeza. Yo siempre recojo alguna lata de cerveza que ha quedado del último día, enciendo los aparatos, compruebo las conexiones y releo una vez más las letras. Me seduce el zumbido premonitorio de los amplificadores como aguardando a estallar de un momento a otro. Son como leones agazapados entre los arbustos –me río-. Cuando pulso el botón de encendido, las lucecitas verdes y rojas parpadean levemente, parece que me hacen un guiño de complicidad. Muy pronto vamos a hacer que gritéis, pequeños –me digo-. Muy pronto vamos, por fin, a pasárnoslo bien.
Para llegar hasta donde estamos es necesario descender, al menos, diez metros bajo tierra. Uno no diría que, detrás de una puerta cualquiera en una callejuela del centro, existe un pasillo angosto y mal iluminado que baja y baja hasta perderse en el subsuelo. Los locales de ensayo, ¿cómo es posible que haya podido vivir todos estos años sin ellos? Nadie lo ha hecho todavía pero ya he pensado varias veces en escribir la palabra submundo en esa puerta.

Sí, esto es un auténtico submundo. El tiempo pasa deprisa aquí. Es curioso el extraño ajetreo, las voces apagadas que se escuchan esporádicamente detrás de los gruesos muros cubiertos con corchos y cartones de huevos. Yo siempre soy de los primeros en llegar. Somos muchos. Nunca he contado el número de puertas que hay a lo largo de este pasillo que se hunde cada vez más y más hasta perderse en la penumbra insondable. No sé, ¿Por qué iba a hacerlo? Poco a poco voy reconociendo las caras, el aspecto peculiar de esta gente que parece que está constantemente huyendo de algo.

De vez en cuando, sobre todo a primera hora de la tarde, asusta el repentino acorde de una guitarra distorsionada. Al principio no pasaba de eso: un mero sobresalto. Pero con el tiempo uno aprende a leer entre líneas. Si se escucha detenidamente hay mucho que desentrañar en estos sonidos que se manifiestan desde las profundidades. ¿Cómo explicaros a los que nunca habéis estado allí? ¿Alguna vez habéis escuchado a un bebé rabioso llorar a pleno pulmón? ¿Os habéis fijado en su risa transparente cuando todavía no saben ni hablar? Bien, pues entonces podréis entender más o menos a lo que me refiero.

- ¿Quieres escuchar algo realmente increíble? – insiste Dani, en pie con las piernas separadas, la guitarra ya afinada colgando de la bandolera que le cae desde el hombro izquierdo. - Ayer estuve toda la tarde con esto. Tío, no veas cómo mola.

Dani, tras desentumecerse los dedos, empieza a rasgar las cuerdas con decisión. Es obvio que ha estado tocando mucho. Con los ojos cerrados, sigue asintiendo como antes, moviendo la cabeza repetitivamente de atrás hacia adelante: sí, sí y sí –parece decirme-. Y su flequillo de ceniza se mueve hipnótico acompasado con el ritmo. Es verdad, mola bastante, me convenzo.

Abro una cerveza. La espuma empieza a subir como la marea y yo le doy un largo trago para evitar que se salga. La canción seduce como una puesta de sol. Es colorida, tiene algunas frases que se repiten, pero constantemente aparecen salidas insospechadas, ráfagas de notas que me desconciertan. No entiendo por qué, pero no puedo parar de sonreír como un idiota. El sonido de la guitarra es bastante limpio. Sin embargo, hay un sutil eco que hace su trabajo y transforma vagamente la atmósfera. Podría decirse que contribuye a magnificar el efecto evocador de esta dichosa canción.

Hace unos días, cuando llegaba a primera hora de la tarde como siempre, oí cómo unos chicos discutían en uno de los locales próximos.

- Es insoportable –una voz grave hablaba-. Ese tío es insoportable. Viene aquí y empieza a aporrear la batería a todas horas. Así no vamos a ninguna parte.
- Vamos hombre, sabes que está empezando –contestó otra voz de chica, como afligida-. Tiene muchas ganas de echarnos una mano.
- ¿Echarnos una mano? – gritó-. ¡Pero si no sabe ni cómo agarrar las baquetas! El otro día estuvo a punto de partirse él mismo las gafas en una de sus demostraciones.

Hubo un silencio. Desde el pasillo únicamente se veía la luz que salía desde aquel local. Siguieron hablando aunque en un tono mucho más bajo. Ya estaba yo a punto de entrar al nuestro, con las llaves en la mano, cuando vi que se acercaba un chico que caminaba alegremente con una gran caja plana que, desde lejos, llegué a pensar que podría ser un tablero. Sonreía despreocupadamente. Al pasar a mi lado me saludó efusivamente y miró de reojo hacia el interior donde teníamos los instrumentos. Tenía la cara llena de acné aunque yo no diría que se trataba de un adolescente. Sus gafas de pasta eran grandes y muy bonitas, algo anticuadas, pero bonitas.

Eran unos platos de batería nuevos. La enorme caja que transportaba era de una conocida marca, no me costó trabajo darme cuenta. Estaba todavía con el precinto intacto. Cabrones – me dije-, y fingí que marcaba un número con mi móvil, sin entrar todavía, para ver qué ocurría. Pero aquella puerta se cerró y todo quedó completamente a oscuras. Gafas bonitas se enfrentaba a una violenta situación.

Dani se desliza por el mástil como si estuviera haciendo dibujos en el agua con los dedos. Ha dejado su ensimismamiento y, ahora, de vez en cuando me mira y arquea las cejas. Esa guitarra debe ser muy cara; suena tan bien. Él lo sabe y sin embargo busca en mis ojos una señal de aprobación. El ritmo va poco a poco flojeando. Al final, las notas parecen huérfanas, la canción está a punto de terminar y termina. Y el sonido todavía reverbera unos segundos antes de desvanecerse. Son las paredes, que suspiran –fantaseo-.
- ¿Qué? –Dani chasquea la lengua-.¿Qué te parece?

Aplaudí en broma. Me acerqué a él y le di una palmadita en el hombro. Con este gesto todo quedaba dicho. Él me conoce y sabe que nunca le diría que es el mejor guitarrista del mundo, aunque prometo que más de una vez lo he pensado.


Creo que aquel día me senté por primera vez en la batería. El pedal del bombo fue lo que más me gustó. Me resultó impresionante descubrir cómo todo temblaba entre las cuatro paredes cada vez que
-¡¡pumm!!- lo pisaba.
- ¿Qué te parece a ti esto?- intenté torpemente un redoble y le miré finalmente haciendo una mueca chistosa-

Él se encogió de hombros, me devolvió caritativamente una sonrisa sin entender muy bien qué estaba pasando y dijo: grande, muy grande.

Desde entonces, cada vez que puedo, me siento e improviso cualquier cosa. Sobre todo a primera hora de la tarde, cuando todavía no han llegado los chicos. En estas ocasiones nunca cierro nuestra puerta. Sé muy bien que no es muy considerado por mi parte, que puede resultar molesto para el resto de grupos de música, pero algo desde muy dentro me dice: no lo hagas, no cierres la maldita puerta, y yo, obedezco. Me gustan esos redobles que hago, los ritmos que he aprendido a enlazar, los contratiempos. Confieso que a menudo me río solo. Pienso: ¿adónde irán todos estos golpes? Y me sigue fascinando ver cómo retumban los corchos, los cartones de huevos sobre las paredes y las latas vacías de cerveza. Sí, entonces imagino el pasillo en penumbra y el estruendo de platos y bombos saliendo desde este lugar, recorriendo el largo y oscuro pasillo, llegando a cada rincón, alcanzando incluso la misma puerta de la entrada. A veces me paso de la raya con el volumen y temo que se pueda escuchar desde la calle. Menos mal que no lo hice, escribir en la puerta aquella estúpida palabra: submundo. No quiero ni pensar en qué pasaría si todo esto se empezara a llenar de preguntones. Los transeúntes oirían el ruido de mi batería y, al leer el mensaje de la puerta, tratarían de curiosear. Sería el final: un auténtico desastre.

Lo vi sentado en la parada del autobús que yo mismo tenía que tomar hasta casa. Dani y los chicos siempre se despiden de mí antes porque ellos pueden caminar tranquilamente hasta las suyas, que están a unas pocas manzanas. Vi sus gafas y no tardé en reconocerlo. Su gesto sombrío contrastaba con la imagen que recordaba de él caminando alegremente. Dudé unos instantes y pensé en volverme a casa paseando yo también aquel día. Algo me dijo que a ese pobre ya lo habían largado del grupo. Pensaréis que es una tontería, pero ese mismo algo me dijo además que no me convenía acercarme a él. Pero era tarde y estaba cansado ¿qué narices estoy evitando? –me dije-. Desde cerca, me llamaron la atención sus orejas que eran exageradamente grandes. Me imaginé que eran las orejas de un elefante. Las manchas rojizas del acné sobre su tez pálida parecían el resultado de una tortura atroz. Sentí pena y me culpé por ello. ¿Que por qué? Pues porque yo detesto que la gente se compadezca de mí; así de sencillo.

También él se acordaba de mí. No sé quién fue el primero en hablar. Quizás yo. Una amenaza de lluvia pesaba sobre el cielo plomizo que mirábamos esporádicamente. Por supuesto, ese fue el primer tema de conversación. No quise preguntarle por su grupo. Sí que le conté que nosotros llevábamos poco tiempo ensayando.

- Pásate un día, si quieres – sugerí sin convicción-. A lo mejor puedes enseñarme algo nuevo.

Se quitó elegantemente las gafas, que parecían empañadas por la humedad. Sus ojos eran color avellana e intimidaban un poco cuando se observaban fijamente.

- No creo que vuelva a ir por allí –dijo secamente-. Si te interesa, puedo venderte unos platos. También tengo un buen pedal para el bombo si lo necesitas. Tengo que pensarlo, pero no creo que te salga por mucho dinero.
- No sé. Yo también tendré que pensarlo. ¿Y eso? –me arrepentí de pronunciar esas palabras-.
- Una larga historia –afortunadamente trató de ser evasivo -.

Mi autobús apareció con las primeras gotas de lluvia. Me despedí de él con la mano desde el interior, apoyado contra el cristal frío. Oí que alguien decía: ¡vaya lluvia en un momento! Y era verdad. Mientras nos alejábamos caía gradualmente con más fuerza. Aquel muchacho de las gafas seguía sentado en la parada. Esto es una película de Isabel Coixet –me burlé-. Y su silueta y el banco donde estaba se fueron haciendo cada vez más y más pequeños. Y giramos a la izquierda y desapareció.

sábado, 7 de noviembre de 2009

l e c c i ó n

Llegué bastante antes de la hora acordada. Era la primera vez que la vería pero intuí, por su voz, que sería una niñita de unos quince como mucho. Juillet; su nombre era un chiste pronunciado allí, entonces, viendo las hojas secas caer de las copas en aquella ciudad extraña, enfundándome en la capucha de un abrigo enorme, resguardándome de unas lluvias tan habituales, tan presentes siempre, que le hacían a uno asumir el gris como el color propio de la existencia. Juillet; la pobre tuvo que insistir mucho los días previos para conseguir que le contestara el teléfono. Por aquel entonces yo siempre andaba muy ocupado con un millón de asuntos burocráticos que poner al día. Cualquiera que haya pasado una temporada en Francia sabrá perfectamente a lo que me refiero. La cola para conseguir un certificado, la cola para el carné de la biblioteca, o la del carné del comedor, la cola por aquí y la cola por allá. Colas, amables y civilizadas colas hasta para sacar dinero en los bancos. El caso es que era rara la ocasión en que no me encontraba indispuesto, y siempre olvidaba el teléfono en silencio, en el fondo de una mochila de extranjero recién llegado cargada de trastos: mapas, planos, documentación, cualquier revista para entretenerme en las habituales esperas, un diccionario triste y algo del super que me pudiera curar el hambre ocasionalmente.


Cuando por fin escuché el zumbido del teléfono, echado en un sofá viejo y raído que protagonizaba solitariamente la decoración de mi cuartucho barato, aún tarde un rato en resolverme a contestar, tal era mi abatimiento. Había olvidado por completo el anuncio en la facultad de letras, aquel papelucho pintarrajeado en el que me ofrecía para enseñar gramática a estudiantes de español. Lo primero que me preguntó con su voz dulce y resuelta fue cuánto le cobraría por las clases. Uff, qué alivio – pensé al escucharla-, al menos no tendremos que estar hablando todo el tiempo en francés. Me salió espontáneo un “no te preocupes, la primera vez me invitas a un café y ya está” que la sorprendió; después de un silencio que sirvió para magnificar los ruiditos eléctricos del teléfono, ella dijo “de acuerdo” secamente, como a quien no le queda otra que aceptar algo que no sabe si realmente le conviene.


Después supe mejor del escepticismo natural de los alsacianos, de esa desconfianza tácita que los caracteriza. Pero entonces no le di más importancia. Será una niñita tímida –me convencí-. Quedamos en una placeta alejada del centro. Yo no sabía bien cómo encontrarla, así que me di mucho tiempo para no llegar tarde. Las calles en aquella ciudad eran un desierto a partir de las siete de la tarde. Nadie, absolutamente nadie. Yo ya me desenvolvía ágilmente con los mapas, así que no me costó trabajo descubrirla enterrada entre un montón de árboles descomunalmente altos. Apenas había un banco donde sentarse, pero claro, eran más de las siete y los que habían, estaban todos libres. Ojeé un libro de poemas de algún autor mediocre, no recuerdo quién. Las farolas despedían una luz tenue amarillenta que dejaba ver a duras penas un suelo de baldosines que se desdibujaba con las hojas caídas y algún indicio de vegetación revoltoso entre el asfalto. Ni siquiera el ruido lejano de un coche, quizás una bicicleta de vez en cuando llamaba vagamente mi atención. Hacía ya un rato que debían haber cerrado los comercios próximos, pero los neones melancólicos seguían recordándome que, a pesar de todo, la vida era posible allí. Aquello era el otoño en Francia.


Cuando apareció tan alta, tan presurosa, mirando nerviosamente el reloj y sonriendo aquella boca que parecía una salvación, no supe qué pensar. Le pregunté tontamente si era Juillet y ella serió ahora con algún motivo. Me estrechó la mano y, sin dejarme siquiera presentarme, sugirió que fuéramos a un café cercano donde podríamos charlar a gusto.


Al entrar al local, el camarero levantó las cejas y la miró con ojos achinados y juguetones mientras agitaba algo que podría ser un cocktel. No creo que llegara a saludarla pera parecía claro que la conocía. Ella se anticipaba a cada pregunta de cortesía; ya estaba retirando una silla, a punto de sentarse, cuando caía en la cuenta y me preguntaba si me parecía bien aquella mesa. Sus manos eran bastante masculinas pero trataba de disimularlo con unas uñas espantosamente violetas y algunas pulseras que parecían robadas a una señora mayor. Por lo demás, se podría decir que era bastante guapa. Le caían algunos bucles dorados por la frente hasta las mejillas que hicieron que me costara bastante descifrarle la mirada. Sus ojos oscuros parecían impropios de aquella carita tan pálida e inocente. Había algo de animal salvaje en ellos.


Para hacer algo de tiempo y pensar en algo que decir, me ofrecí para ir a pedir yo mismo a la barra.

  • ¿Un café? –vocalicé con lentitud. Todavía no estaba claro cómo se desenvolvía en castellano-.
  • Si vamos a hablar en tu lengua, prefiero un vino tinto – contestó decidida, como si ya hubiera pensado en esa manera de parecer ingeniosa-. Pide también unas pastas alsacianas. ¡Ya verás qué buenas!

El camarero parecía dedicado en cuerpo y alma al cocktel. No había mucha gente allí. “Vaya novedad” –pensé-. Un hombre mustio que a todas luces era el mismo hombre mustio que siempre está en todos los bares y cafeterías, acodado en la barra cerca del camarero, miraba a ningún sitio mientras encendía un cigarrillo con desgana. Las risas apagadas de un grupo de jóvenes harapientos en el fondo me hicieron formularme la primera de las preguntas que le haría a Juillet. ¿Qué hacen los estudiantes para pasárselo bien en esta ciudad?

Cuando volví con las copas tintineando, ella observaba la espesura de la noche a través del ventanal que tenía enfrente. Me pareció extraño que no se hubiera vuelto para saludar al camarero. No tuve tiempo de decir una palabra; de nuevo, ella se anticipó:

  • ¿Qué tienes ahí?- señaló el libro-.


Improvisé una respuesta porque aquel poemario era una verdadera basura.

  • Aprendo cómo no se debe escribir gracias a esto –bromeé-.


Ella estalló de nuevo en una carcajada que se contagiaba con facilidad. Debí resultarle gracioso porque aquella risa se repetía tanto que, por un momento, llegué a preguntarme si no habría algo más que risa en todo aquello. Habló mucho de su vida y en especial de cuando era una niña. Decía cosas del tipo: “me encantaba irme de excursión en la escuela” o “el mar mediterráneo es tan azul... ojalá no estuviera tan lejos”. Me contó también algo de un señor húngaro que llegó a Estrasburgo cuando todavía era un muchacho. Ese señor era su padre aunque, según pude entender, no tenía demasiada relación con él. De hecho, es probable que ni siquiera lo hubiera conocido. Mi memoria es así de imprecisa con algunas cosas. Sí que recuerdo que en un momento dado, ella cogió una de las pastas y me la acercó sin cuidado a la boca, espontáneamente. Me la tragué, torpe, de una sentada, casi de la misma forma que ella apuró la media copa de vino que le quedaba.

  • Tengo que irme-sentenció-. Esta noche tengo todavía un par de trabajos que terminar para la clase de mañana.


Debí parecer un perfecto bobalicón a juzgar por la cara que puso. Ya se abotonaba el abrigo, de pié, espléndida, cuando sacó de su monedero un billete entreteniéndose intencionadamente.

  • No te preocupes –me apresuré a decir-. Ya lo pago yo.


Con esas palabras supe recuperar el decoro. Juillet sonrió una vez más pero me pareció que, esta vez, aquella cosa tan suya que era su sonrisa no servía sino para compadecerse de mí. Salió del café caminando erguida y se perdió en la oscuridad que, momentos antes, ella había estado observando embelesada desde aquella misma mesa donde quedaba ahora una copa vacía y otra casi vacía. Todavía permanecí un rato solo, esperando no sé muy bien qué. Abrí el libro por una página cualquiera y miré el poema, las palabras, las letras. Vi un dibujo: el dibujo, la imagen que formaban aquellos caracteres meticulosamente impresos, aquellas manchas irregulares de tinta con un propósito que me parecía descabellado. Negro sobre el color hueso de las hojas. Qué absurdo – me sorprendí hablando en voz alta-.
Ella había dejado su billete de diez sobre la mesa. Pensé que era un dinero inmerecido pero, ¿qué podía hacer yo? Le pedí un cigarro al tipo mustio de la barra. No es costumbre pedir tabaco en Francia, pero a aquellas horas no sabía dónde podría comprar un paquete. En cualquier caso, tampoco pareció importarle. Traté de sonreírle al camarero para llamar su atención.

Por fin, vino y pagué.