lunes, 6 de julio de 2009

b u s t o . d e . m o z a r t

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Los últimos recuerdos que conservo de Totó son de hospitales tristes y horas interminables esperando que el hombre recuperara un poco el aliento. Sólo entonces podíamos verlo asentir cuando se le ofrecía un trago de agua, o se le preguntaba tontamente si se encontraba bien. Cuando Totó murió había cumplido ya los 98, y aun así, no dejaba de lanzar miradas instigadoras a mi tía, que se ocupaba de cuidarlo, para que lo afeitara o le cortara las uñas, por ejemplo. Nunca descuidó su higiene. Tampoco dejó nunca de preocuparse y preguntar por todos nosotros. Hacía ya tiempo que había dejado de darle cuerda a su vida propia para vivir, como quien lee una novela, las nuestras, las vidas de sus nietos.

Me parece que fue un año antes de su muerte, que fui a visitarlo para darle una buena noticia: me habían contratado para empezar a dar clases en un centro de educación secundaria. Cada vez que abría la puerta de su pequeño apartamento, un olor familiar e inconfundible a medicamentos, a piso recién fregado y a mueble viejo me hacía sentirme como en casa. Casi siempre me lo encontraba en su sillón arrebujado entre las faldas de la mesa camilla, con la mirada perdida (¿pensativa?) y una botellita de agua que apenas podía distinguirse debido a la penumbra del cuarto. Era normal que Totó permaneciera impávido y quieto durante horas, sin ninguna luz, porque decía que no la necesitaba. Tenía que repetir varias veces su nombre para que se enterara de mi presencia. Apenas oía, así que en el instante que me reconocía, rápidamente encendía su audífono. “A ver, el aparato.” –decía-. Entonces, despacio manipulaba los diminutos botoncitos con parsimonia, hasta que un pitido agudo rajaba el silencio perfecto de su salón de abuelo, y me miraba y sonreía, y en sus ojos, que eran casi transparentes, era fácil encontrar algo que no creo que tenga nombre, pero que llamaré alegría.

Aquel día, al entrar y acercarme, no encendí enseguida la lámpara. A través de la ventana, una tenue luz de final de día, ya sin fuerza, se colaba por entre los visillos de hilo blanco que cubrían la superficie del vidrio. Esperé un poco para ver qué hacía él. Así, sus manos huesudas y finas buscaron, en un mueblecito que había junto a su sillón, el cable donde se encontraba el interruptor. Pero no parecía algo sencillo. Finalmente la encendí yo. Sin mirarme, tratando de acostumbrase a la nueva atmósfera iluminada, empezó a hablar:

- Es que gasta, hijo. Y, ¿Para qué quiero yo la luz?
- Ya Totó, ya. –grité. Incluso con la ayuda del audífono le costaba trabajo entender-.
- ¿Cómo estás? – me preguntó sonriendo-.
- Dame un beso. –me acerqué-. Bien, ¿y tú?

Se encogió de hombros e hizo una mueca que provocó que se le marcaran todas las arrugas de la cara. Visitar a mi abuelo suponía adaptarse a otro ritmo distinto al habitual en las conversaciones. Podíamos estar varios minutos sin decir nada, mirándonos o ignorándonos, como si estuviéramos solos el uno sin el otro. Los muebles del salón eran de madera oscura y bien barnizada, lo que les daba un brillo que extrañaba teniendo en cuenta su antigüedad. Sobre las estanterías y las repisas se amontonaban los retratos de hijos, nietos, biznietos... Daba la impresión, mirando esas fotos, de que nunca hubiera tenido amigos o seres queridos más allá de la familia. También había un pequeño busto de Wolfgang Amadeus Mozart en mármol blanco, y un buen fajo de panfletos publicitarios, y sobres del banco sin abrir. Era chocante pensar que todavía le mandaran promociones de descuento en bicicletas de montaña a Totó.

- ¿Por qué tienes a Mozart ahí? – le pregunté extrañado, nunca me había dado por pensar sobre ello.
- ¿Cómo?- contestó él acercando el oído.
- ¿Que de dónde has sacado la figurita ésa que tienes ahí?
- La figura… -entonces él se quedó observándola como quien encuentra un edificio en llamas y no sabe cómo ayudar. Pasaron un par de minutos y Totó permanecía meditabundo, rebuscando entre millones de recuerdos que ahora estarían confundiéndose los unos con los otros-. No lo sé, hijo. Creo que fue la yaya, que lo encontró en algún sitio, o alguien que lo traería de algún lao.

A la yaya también me hubiera gustado mucho verla aquel día y contarle, al igual que a Totó, lo de mi nuevo trabajo. Ella tenía una inteligencia ágil y sabía muy bien cómo ir a la esencia de las cosas sin muchos rodeos. Pensé que seguramente me habría sabido dar algunos consejos muy útiles. Se la encontró Totó un día en el baño, sentada sobre la taza. Allí es donde murió. No es mal sitio, no es mal momento. Sin embargo, a todos les pareció la cosa más triste del mundo.

Totó me preguntó enseguida cuánto iba a ganar, hasta cuándo estaba previsto que durara mi contrato, y otras cuestiones del estilo. Es lógico que se interesara por estos asuntos. Le contesté riéndome porque me hacían gracia esas preguntas. Él también sonreía. Después nos volvimos a quedar en silencio. Ya había anochecido completamente, y desde la calle se veían algunos puntos de luz de farola. De vez en cuando pasaba un coche lejano. También se percibía el sonido apagado de la televisión de los vecinos de arriba. El telediario, tal vez. A veces, un niño cantaba algo (tenía la voz muy aguda) y la madre se enfadaba porque le impedía escuchar las noticias. Pensé que debía ser una familia joven recién llegada al edificio. Nunca antes los había escuchado.

Totó alargó el brazo para coger la botella de agua y bebió un poco. Me miró por unos instantes.

· Todos los ojos que pongas en los críos son pocos, hijo. –Dijo de repente.
· ¿El qué? –pregunté sin entender bien a qué se refería.
· Que si eres profesor, tienes que tener mucho cuidado. A escape le salen a uno por donde menos se lo espera – dejó la botella sobre la mesa y siguió- . A esas edades, la gente va sin cabeza. Y tú tendrás que responder, claro. Hacerles entender lo que está bien y lo que está mal, a los críos.
· Ya Totó, ya lo sé.
· Cuando tu padre era un nene – se paró a pensar y se llevó la mano al mentón-, tendría siete u ocho años, un compañero de escuela suyo se llevó, a él y a unos cuantos más, a una era donde había un camión viejo que habían abandonado porque no se podía arreglar. Tú figúrate que, en aquellos años, arreglábamos lo que fuera porque no había de esto –mediante un gesto, frotando los dedos corazón y pulgar, y entornando ligeramente los ojos, hablaba de dinero-. Tu padre también fue. Menos mal que a él no le pasó nada.
· ¿Qué ocurrió, Totó? –pregunté con curiosidad.
· Como allí no había nadie, se pusieron a husmear el cacharro. Que si el volante, que si las ruedas, que si el motor. Todos como locos. Como mucho, pasaba algún pastor que volvía a dejar el rebaño, y que lo mismo le daba si habían allí nenes o no. Y como aquello había estado allí abandonado varios meses, imagínate, pues cualquier animal podía estar escondido en la cabina, entre los asientos o en la litera.
· ¿Y hay de malo con los animales? – pregunté. El niño de arriba seguía cantando pero a la mujer ya no se le oía. La voz de Totó se debilitaba en momentos puntuales, se resquebrajaba. Pero sequía siendo dulce y colorida, como siempre. Pensé en lo mucho que cambia el timbre de una voz a medida que van pasando los años. La voz y muchas cosas más.
· ¡Ay qué lástima! –habló como si suspirase-. Pues que un gato de monte le saltó al que estaba al volante a los ojos. Este muchacho, Pedro se llamaba, se asustó y le dio sin querer al freno de mano. Y como no sabían nada de camiones, aquello empezó a moverse y no pudieron pararlo.
· ¿Y papá? –dije casi gritando para que me oyera.
· Tu padre no estaba ahí dentro. Pero los otros eran muy gallitos. Querían ser más que nadie y hacerse los hombres. Más vale cabeza de ratón que cola de león, hijo – se detuvo por un momento y ordenó un poco las ideas- . A este muchacho, a Pedro no le pasó nada gracias a Dios. Pero otro de ellos se quedó allí mismo, con siete u ocho añitos. ¡Qué lástima!
· Vaya Totó. Mi padre nunca me había…
· Tu padre olvida lo que no le viene bien recordar – me interrumpió-. Como todo el mundo. Yo también. Date cuenta de todo lo que puede haber visto un viejo como yo. ¡Noventa y pico años! Y va para los cien. Pero a veces hay que saber que estas cosas ocurren para ir con ojo. ¿Sabes lo que te estoy diciendo?
· Sí – contesté mirando al suelo.

Una de las farolas de la calle empezó a parpadear intermitentemente. Me sorprendió mucho que Totó se diera cuenta. No dijo nada, pero se quedó observándola unos instantes. La televisión del piso de arriba había dejado de oírse. Ahora era un hombre el que hablaba casi todo el rato. De vez en cuando se escuchaba a la mujer, que reía. En todas las fotos que había de mi abuelo estaba también la yaya. Parecía mentira que ya no estuviera allí.

Cuando me levanté para marcharme, Totó se incorporó y me deseó suerte. Me fue a dar un beso y yo le abracé con fuerza. ¡Cómo me gustaba su olor! Antes de salir por la puerta, él ya se iba para el cuarto de baño. Eché un último vistazo al saloncito. Mi tía vendría enseguida para darle unas medicinas y comprobar que todo estaba bien. ¡Qué viejo eres! –dije sabiendo que él no lo oiría-.

Al salir a la calle, me encontré de bruces con la farola que parpadeaba, la que momentos antes se había quedado observando Totó desde su sofá. ¿Y si no la arreglan? ¿Le molestará la luz en su cuarto de penumbra? Pronto dejé de pensar en ello. Con las manos en los bolsillos, me puse a caminar. De pronto, una canción me vino a la cabeza. A veces ocurre, no lo puedo controlar. Era algo de Mozart.
Creo que era el Réquiem de Mozart.
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